Tras la Edad Media empezó la transformación del concepto de estado. En la época del rey Felipe II de España, los principes (al igual que pasaba con los antiguos principes medievales), no tenía una capital propiamente dicha, salvo en los casos de los microestados, aunque, de todas maneras, algunas ciudades como Londres, Paría, Valladolid (y luego Madrid), Cracovia o Moscú, constituían residencias privilegiadas de la corte. El principe iba de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, y siempre en medio de un extraordinario despliegue de carrozas, carros, mulas, caballos, ...., ya que tenía que trasportar al personal, el mobiliario, los tapices, las cuadras, el guardarropa y los alimentos. Sin embargo, a comienzos del siglo XVI se planteó una fórmla con futuro al construirse una ciudad que serviría de capital en torno a un castillo principesco: en Vigevano, no lejos de Milán, Ludovico el Moro levantó un conjunto arquitectónico de planta radiocéntrica dominado por un castillo y una plaza cuyas perspectivas, construidas y acabadas según el orden clásico, ponían de relieve la voluntad de edificar, bajo la dirección de Leonardo y de Bramante, un marco que fuese digno del poder.
Plaza de Vigevano La llegada del principe a una ciudad o a un castillo daba lugar a grandes manifestaciones, presididas por un escenario recargado de símbolos pintados o esculpidos colocados en estrados, arcos de triunfo o carros. A veces, desempeñaban el mismo papel los cuadros vivientes, como en Munich, en 1530, donde se representaron las desgracias de la guerra. El discurso de esta simbología a menudo parece ambivalente. Así, cuando Carlos V entro en Brujas o en Bolonia se festejó al visistante, su dignidad imperial y su vocación misional, al tiempo que se recordaba (en Bolonia) la superioridad del Papa y la necesidad de la unión par la reforma de la Iglesia, o se apelaba (en Brujas) a su protección contra los ciudadanos de Amberes.
La llegada del principe también era una ocasión de movilizar al pueblo y de impresionar favorablemente al visietante y a su cortejo. Así, se explica la importancia que se atribuía a la protección de los cuerpos constituidos, a las danzas locales o exóticas, a los combates simulados, a las naumaquías (en Francia o Italia), a los torneos y a los bailes. El conjunto podía quedar sazonado con distracciones más típicas, como las corridas de toros que presenció el joven Carlos de Gante en España o, a finales de siglo, los fuegos artificiales.
Felipe II de España
Espectáculo familiar durante mucho tiempo en los Países Bajos, pero implantado muy tardíamente en España, la entrada real se convertiría, más o menos en todas partes, en una ceremonia afectada para uso de los notables en la que el príncipe, abandonando su caballo, aparecería aislado en una magnífica carroza.
Muy pronto la corte tendió a fomentar este aislamiento, aunque el palacio del príncipe siguió siendo de fácil acceso. Detrás del suntuoso decorado de los tapices, de las preciosas telas, de los vestidos y aderezos rutilantes, y de las fiestas con bailes, festines y torneos, se escondía una rígida etiqueta, tal como la codificaría, en 1528, Baldassare Castiglione. Invariablemente, la jornada de los monarcas como un Francisco I o un Carlos IX comprendía la ceremonia del despertar, una misa, una comida de etiqueta, una visita a la reina, un paseo o una partida de caza por la tarde, dos audiencias y dos bailes nocturnos semanales, así como algunas horas de trabajo por las mañanas.
La corte venía a ser la misa mayor de la monarquía. El príncipe era su dios y su oficiante, y los grandes funcionarios eraan los acólitos. Versado en lenguas antiguas y modernas, hermoso, generoso, con discreción, elocuente, galante, entregado a la música como Enrique VIII de Inglaterra, al mecenazgo como Francisco I de Francia o a las actividades físicas, el soberano animaba el pequeño mundo cortesano rodeado de su familia, que la muerte reducía con facilidad, de sus confidentes y de sus amantes.
Enrique VIII de Inglaterra La mujer, en efecto, desempeñaba un importante papel en aquella época. Podía figurar en el centgro de oscuras y sangrientas intrigas, como en la corte de Francisco de Médicis (1574-1587), en una atmósfera de amor y de muerte. Pero la principal figura femenina era la reina, a la que se exigían herederos varones -trágica obseción de Enrique VIII-, así como la asistencia a su esposo en sus funciones representativas, al tiempo que se erigia en centro de un brillante círculo de damas de honor y caballeros, a imagen de una Beatriz de Este. También podía convertirse en una reina madre que lo controlara todo, como Catalina de Médicis o la rapaz y rencorosa Luisa de Saboya. Hermana o pariente, en algunos casos se les confiaban funciones importantes, como a Margarita de Austria, María de Hungría y Margarita de Parma en los Países Bajos.
Las rivalidades de clanes, clientelas y linajes se manifestaban claramente con motivo de los cambios de orientación política, que se traducían en la renovación del personal que rodeaba al príncipe. En la corte de los primeros Tudor estas rivalidades tuvieron en muchos casos consecuencias mortales.
Beatriz de Este, condesa de Milán